Uno de los sevillanos más famosos de la historia es sin duda Don Juan Tenorio, pese a que se trata de un personaje ficticio que nunca llegó a existir. La primera versión que se escribió sobre este tema fue en 1630 en la obra El burlador de Sevilla y convidado de piedra, de Tirso de Molina. Mozart, Molière y Byron también usaron el don Juan como personaje de sus obras. Pero sin duda el autor que hizo famoso al personaje fue José Zorrilla. La acción del personaje se sitúa en la Sevilla del siglo XVI, en el barrio de Santa Cruz. Don Juan es un personaje que se pasa toda su vida seduciendo a las mujeres y enfrentándose a los hombres. Don Juan se apuesta con su amigo Luis Mejía que conquistará en tiempo récord a una ingenua novicia y a la novio de su enemigo. Un tiempo después consigue ambos objetivos: engañar a la novia de su rival y raptar del convento a la inocente y pura Doña Inés de Ulloa, la cual cree en el amor verdadero.
De manera inesperada, Don Juan se enamora perdidamente de Doña Inés y decida pedirle su mano a su padre, Don Gonzalo de Ulloa. Al enterarse de todo, Don Gonzalo y Don José Mejía, van a casa de Don Juan Tenorio para plantarle cara por haber engañado a las dos mujeres. Don Juan se enfrenta a los dos caballeros, logrando matarlos. Tras el suceso, Don Juan huye despavorido, abandonando a Doña Inés, que muere de pena. Años después éste vuelve al lugar de los hechos, donde se encuentra con la noticia de la muerte de Doña Inés, tras lo cual pide perdón muy arrepentido. Cuando las almas de sus antiguas victimas estaban a punto de llevárselo al infierno, en ese instante hizo aparición el espectro de doña Inés, impidiendo que se lo lleven y salvando a su amado.
La obra se representa cada año en Sevilla la víspera del Día de Todos los Santos, rivalizando con la tradición americana de Halloween. Se celebra ese día porque fue la segunda vez que se representó sobre un escenario. En la Plaza de los Refinadores de Sevilla, se encuentra la estatua dedicada a este personaje. En la foto de la derecha, podéis ver una de las frases más famosas de la obra de José Zorrilla, situado en el suelo de una de las calles del Barrio de las Letras de Madrid.